Conde Duque de Olivares
(Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de
Olivares) Valido del rey Felipe IV de España (Roma, 1587 - Toro, Zamora,
1645). Segundón de una rama menor de la casa de Medina Sidonia, inició
una carrera eclesiástica estudiando en la Universidad de Salamanca. Sin
embargo, la muerte de sus dos hermanos mayores le convirtió en heredero y
le hizo abandonar los estudios para acompañar a su padre, el conde de
Olivares, en la corte de Felipe III (1604-07).
Al
heredar el mayorazgo se retiró a Sevilla para administrar sus dominios.
Pero regresaría a la corte en 1615 como gentilhombre de cámara del
príncipe; desde ese cargo se ganó la confianza del futuro rey y se
alineó, bajo la protección de su tío Baltasar de Zúñiga, en la facción
del duque de Uceda, opuesta a la del valido duque de Lerma.
Afianzó
sus posiciones en el periodo de declive del poder de Lerma y
posteriormente se deshizo de la tutela de Uceda; de manera que, cuando
accedió al Trono Felipe IV en 1621, Olivares pasó a controlar la
situación, acumulando múltiples cargos palaciegos y regulando el acceso a
la persona del monarca. Y cuando murió su tío en 1622, se convirtió en
una especie de ministro universal del rey.
Detalle del célebre retrato de Velázquez
En
un primer momento se dedicó a eliminar de la corte a los miembros de
las facciones de Lerma y Uceda, condenando con castigos ejemplares los
abusos del reinado anterior, pero también situando en los puestos clave a
sus propios parientes, amigos, clientes y «hechuras», al tiempo que
acumulaba para su casa títulos, rentas y propiedades. Su poder personal
quedó reforzado mediante el recurso a las juntas, con las cuales tendió a
suplantar el mecanismo de gobierno tradicional de los Consejos.
El programa político de Olivares está contenido en el Gran Memorial que
presentó al rey en 1624. Considerando que la autoridad y reputación de
la Monarquía se habían deteriorado, proponía un plan de reformas
encaminadas a reforzar el poder real y la unidad de los territorios que
dominaba, con vistas a un mejor aprovechamiento de los recursos al
servicio de la política exterior.
En su opinión, la
eficacia de la maquinaria bélica de la monarquía, sostén de su hegemonía
en Europa, dependía de la capacidad para movilizar los recursos de sus
reinos, tendiendo a una administración más ejecutiva y centralizada; es
lo que se llamó la Unión de Armas, proyecto para incrementar el compromiso de todos los reinos de España (tal
expresión era utilizada en el documento) para compartir con Castilla
las cargas humanas y financieras del esfuerzo bélico. Aquel proyecto de
Monarquía más cohesionada y más ejecutiva no llegó a hacerse realidad,
por la oposición de los poderes locales representados en las Cortes.
Pero ello no hizo desistir a Olivares de su política belicista,
encaminada a recuperar el dominio de los Países Bajos y la supremacía
sobre Francia.
Sin nuevos recursos financieros, las guerras provocaron
un endeudamiento creciente, hasta llegar a la bancarrota de 1627. Desde
entonces, las derrotas militares se sucedieron, abriendo el camino para
la decadencia del poderío español en Europa: la Monarquía había perdido
las buenas relaciones con la Inglaterra de los Estuardo al fracasar las
negociaciones para casar a la infanta María con el príncipe de Gales; se
había enfrentado con Francia al tomar partido en la disputa sucesoria
de Mantua (Guerra de Monferrato, 1628-31); y al no prorrogar la Tregua
de los Doce Años con Holanda, hubo de afrontar una guerra desastrosa
simultáneamente contra Holanda, Inglaterra, Francia y Dinamarca, en el
marco del conflicto general europeo de la Guerra de los Treinta Años
(1618-48).
Olivares protagonizó en 1627-35 un último
intento de imponer sus reformas por la vía autoritaria, pero las
resistencias fueron mayores y, unidas a las derrotas militares, minaron
el prestigio del valido. Tras un primer sobresalto con el motín de la
Sal de Vizcaya (1630-31), el descontento de los reinos periféricos
estalló por fin en 1640 con las rebeliones simultáneas de Portugal (que
conduciría a su independencia) y de Cataluña (que no sería sofocada
hasta 1652), a las que se unió la conspiración del duque de Medina
Sidonia en Andalucía.
En 1643 Felipe IV prescindió
por fin del conde-duque (así llamado por ser conde de Olivares y duque
de Sanlúcar la Mayor), que se retiró a convalecer de sus achaques en su
señorío de Loeches, cerca de Madrid. Incluso entonces, los detractores
del antiguo valido siguieron formulando acusaciones contra él hasta que
consiguieron que el rey le desterrara más lejos, a la villa de Toro
(1643), y que fuera procesado por la Inquisición (1644).
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